Hace cinco años, la imagen del cadáver del niño de tres años, de camiseta roja y pantalones azules cortos, apareció en la posición decúbito ventral, con la cabeza en dirección al mar Egeo.
Apareció tendido boca abajo, con su cabeza de lado, los brazos extendidos y pegados al tronco, las palmas de las manos hacia arriba, las extremidades inferiores también extendidas en flexión neutra y los pulgares hacia abajo.
El infante era Aylan Kurdi, un niño kurdo que vivía al norte de Siria, en donde impera el terror del Estado Islámico.
Sus padres, Abudalah y Rehanna, huyeron de la guerra de Turquía cuando el gobierno de Canadá les negó el asilo.
Desesperados, montaron a sus hijos en un bote inflable, en la playa de Bodrum, con rumbo a las islas griegas y naufragaron a 500 metros de la costa.
Las autoridades informaron que, la noche del primero de septiembre del 2015, al menos doce personas fallecieron cuando intentaban llegar a la isla griega de Kos.
Seis de ellas eran niños, entre ellos Aylan y su hermano Galeb de 5 años. La madre de los menores también murió en el hundimiento.
La fotografía del cadáver de Aylan, besando las olas del mar, fue una de las imágenes más desgarradoras del 2015.
Aylan, se convirtió en un símbolo para los refugiados, para los migrantes y los millones de niños que huyen solos, o con sus padres, de la guerra y el hambre.
En la navidad de ese año, su padre Abudalah, envió un doloroso mensaje al mundo:
“Quiero ayudar a los niños porque ellos no saben nada de la vida, solo saben reír y jugar. Eso es todo lo que saben. Es un problema para los niños si no los cuidamos”
Abudalah pidió a los gobernantes y traficantes de personas evitar más muertes de inocentes.
¿Cuántos niños, con sus almas limpias de culpa, mueren a diario a manos de los Herodes del siglo XXI?…
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